lunes, 22 de enero de 2018

Capítulo 4


Capítulo 4

    

Viajaban a Tarragona en dos partes: en primer lugar, desde Santander a Bilbao en el ferrocarril de vía estrecha (FEVE); y, en segundo lugar, de Bilbao a Barcelona en el de vía ancha (RENFE).
 

A Bilbao el tren salía a primera hora de la mañana y, como paraba en las estaciones de todos los pueblos, cuando llegaban a Bilbao era al mediodía. Como el de Barcelona no salía hasta última hora de la tarde, dejaban el equipaje en consigna y salían en busca de un bar donde comer. El resto de la tarde la pasaban visitando Bilbao hasta que llegaba la hora de ir a la otra estación.


 

Hasta Barcelona viajaban por la noche, pero ellos se quedaban en Tarragona, unas estaciones antes del final del trayecto y llegaban a primera hora de la mañana.  
 

Los vagones del Expreso tenían compartimentos con ocho asientos enfrentados cuatro a cuatro, a los cuales se accedía desde un pasillo a lo largo de cada vagón quedando  a una mano las ventanas y a la otra mano, las puertas de acceso a los compartimentos.
 

Viajaba toda la familia al completo generalmente, incluida la abuela, pero había veces que solamente iban mi padre, su hermana, su madre y su abuela, ya que mi abuelo había tenido que irse antes debido al trabajo y ellos siempre aprovechaban hasta los últimos días de verano para irse de su querida Santander.
 

Como niños que eran, se entretenían las primeras horas de viaje saliendo por los pasillos y mirando por la ventana, lugar muy concurrido en aquella época, ya que los hombres salían a fumar, cosa impensable hoy en día con la prohibición de fumar en cualquier espacio cerrado. No hace mucho tiempo -me cuenta mi padre- que los médicos pasaban consulta con el cigarrillo en la boca.
 

Una vez que llegaba la hora de cenar, mi abuela sacaba las tarteras que llevaba ya preparadas desde Santander y daban buena cuenta de ello, para terminar recostándose entre ellos a dormir en la medida que el espacio les permitía. Si tenían la suerte de que no había nadie en los asientos restantes los niños se podían tumbar.
 

El tiempo transcurre en Tarragona durante los años que permanecen allí más o menos con las mismas rutinas. Siguen acudiendo al cine, afición de mis abuelos desde jóvenes y que inculcan a su hijos y que, a su vez, a mi hermano y a mí nos ha inculcado mi padre.  
 
 
Tienen como vecinos a un compañero de mi abuelo, Santiago, al que conoció cuando entraron en el ejército y con el que,  después de idas y venidas, vuelve a coincidir en el mismo destino. Este señor tiene 2 hijos igualmente, chico y chica, y llegan a ser como familia a lo largo de los años. Mi abuela y su mujer, Dora, se hacen grandes amigas y conviven a diario, pasean con los niños, hacen excursiones y van a la playa cuando llega la época de primavera-verano.
 

Mi tía va creciendo y también comienza al colegio en la Academia Santo Tomás, la cual hace unos pocos años todavía existía, ya que en un viaje que realizó ella con sus hijas a Port Aventura visitó Tarragona y casualmente fue a dar con ella. Aunque salió de allí con 7 años, en cuanto vio la plaza de abastos supo que enfrente estaba su academia. 

 

Es en esos años cuando mi abuelo comienza a tener una segunda ocupación, al ser músico, es contratado por la Orquesta del Hotel Imperial Tarraco, el más importante de entonces. De esta manera tiene el privilegio de haber tocado con los mejores cantantes de la época. En esta orquesta toca el saxofón, pero en la banda militar su instrumento es el clarinete. En realidad dominaba 3 instrumentos, los anteriores y el violín, que tocaba en su casa todos los días, e incluso tenía alumnos a los que impartía clase, ya en su época de jubilado en Santander.

 
 
 
 

El Hotel Imperial Tarraco abrió sus puertas en 1963. Tiene seis alturas y 170 habitaciones. Abajo, foto de la vista desde una habitación del hotel  donde se puede contemplar el Circo Romano, una de las muchas ruinas romanas que hay por la ciudad.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


  





 

 

 

 


 

jueves, 11 de enero de 2018

Capítulo 3


Capítulo 3

 

De nuevo, debido al trabajo de mi abuelo, tienen que cambiar de lugar y se instalan en Tarragona,  en la Avenida de la República Argentina, en un piso de la barriada militar, el cual era muy grande.
 

Es allí donde mi padre comienza a la escuela. Ingresa en el colegio La Salle de Tarragona. Para ello tenía que pasar un examen de acceso que preparó con un maestro que le daba clase en su casa, a él y a más niños. Todavía se acuerda mi padre de aquel hombre que le ayudó a preparar el examen: era un chico joven, andaba con bastón porque tenía una gran cojera debido a un accidente que tuvo. En una pelea fue a separar a unos jóvenes y le tiraron desde unas escaleras.
     

     La casa de este maestro se encontraba detrás de la casa de mi padre. Simplemente tenía que cruzar una campa (que hoy en día estará edificada) y que se llenaba de barro cuando llovía. Al otro lado del descampado había varias urbanizaciones con edificios, y era en esas casas donde vivía su maestro.

 
Finalmente, mi padre aprueba ese examen y entra en La Salle. Su colegio estaba a las afueras de Tarragona, relativamente cerca de su casa. Iba andando todos los días, algunas veces acompañado de su madre y otras, solo.


Cuando mi padre tiene 4 años, nace mi tía Helen, que en realidad se llama Mª Ángeles, como mi abuela, pero ya de mayor mi padre la comienza a llamar con este nombre inglés, y así es como mi hermano, yo y mis padres la llamamos desde siempre.
 

El nacimiento de mi tía le produce a mi padre una gran alegría, ya que además lleva consigo el que su abuela materna se instale a vivir con ellos. Esa alegría que siente por el nacimiento de su hermana es algo que a lo largo de su infancia, adolescencia, juventud y edad adulta se mantiene, ya que siempre han tenido muy buena relación.

 
La vida en Tarragona transcurre muy feliz para toda la familia, especialmente para mi padre, que tiene muy buenos recuerdos de esa etapa de su vida. Recuerda con gran nitidez como salía a jugar al parque que había detrás de su casa con todos los niños de la barriada. Eran unos años que se jugaba mucho en la calle, a diferencia de hoy en día, con las maquinitas, además de estar en una ciudad con un tiempo mediterráneo, lo que implica muchos días de sol y buena temperatura.
 

Cuando llegaba el 24 de junio, San Juan, se dedicaban todos los críos a recoger maderas y papeles por los alrededores y hacían una hoguera en la campa que, como antes he dicho, cruzaba para ir a la casa del maestro. Las fiestas de San Juan son muy típicas del Mediterráneo: por ello lo esperaban todo el año con mucha ansia, porque además suponía el comienzo del verano y las vacaciones.  

 
Siguen viajando en los veranos a Santander, en donde son visitados por la familia de mi abuelo, que venía para Santiago y se quedaba hasta el comienzo de las fiestas de la Virgen Blanca de Vitoria. A estas fiestas se iban mis abuelos, quedándose mi padre y mi tía con su abuela.  

 
Cuando mi padre tiene 8 años, comienza a jugar en el equipo de baloncesto del colegio, deporte que siempre estará unido a su vida, ya que ha seguido jugando hasta la edad adulta siempre que ha tenido oportunidad.

 
Cuando mi tía va creciendo, una vez terminadas las clases, viajan con su abuela a Santander, donde pasan el verano y posteriormente van sus padres, una vez que coge las vacaciones mi abuelo. Esta es una costumbre que se mantiene en el tiempo, como más adelante iremos viendo.

Es por eso, que mi padre hace la comunión con 8 años en Santander, porque aunque la pudo haber hecho en el colegio con sus compañeros, mi abuela decide que es mejor que la haga aquí.

 Los veranos en Santander los aprovecha para ir a la playa, jugar también en la calle con los niños del barrio y reencontrarse con sus familiares.

 
 Pero, como no solamente de juegos viven los niños, también los fines de semana solían salir a pasar el día a algún pueblo con toda la familia, llevando la comida y yendo en tren o en el coche de algún familiar, ya que mi abuelo nunca tuvo coche, al no tener carnet de conducir, y esto fue una asignatura pendiente en su vida.

 
Debido a la falta de coche en la familia, siempre tuvieron que viajar de un lado a otro en transporte público, bien en autobús o en tren. De ahí le quedan actualmente a mi padre las ganas de viajar en tren y uno de los viajes que siempre dice que tiene pendiente es ir en el Orient Express, que en la actualidad tiene  capacidad para 252 pasajeros, once coches-cama, tres restaurantes, un coche-bar y dos coches más para el personal y equipaje. Efectúa diferentes trayectos por Europa, siguiendo su mismo modelo insignia de calidad y lujo: Londres – París – Venecia (y viceversa); París, Venecia, Florencia y Roma (y viceversa); Venecia, Praga, París y Londres; entre otros recorridos.